Santa Eulalia de Mérida...
Cuenta Prudencio, un destacado poeta
del siglo IV, que allá por el año 292 d.C nació en Emérita Augusta (actual Mérida) una joven cuya vida pasaría a formar parte de la Historia de la Cristiandad.
Eulalia, que así se llamaba,
a pesar de haber nacido en el seno de una familia acomodada, comenzó a rechazar
desde muy niña los juguetes, las joyas y los adornos femeninos con los que
la obsequiaban. A la corta edad de doce años, la joven ya había decidido cuál sería
su vocación: mantener intacta su virginidad y alcanzar el cielo.
Pero, por este tiempo, había llegado a
la ciudad el decreto del emperador Diocleciano que obligaba a los cristianos a
cesar el culto a Jesucristo y comenzar a adorar otros ídolos paganos. Ante esta
terrible noticia, los padres de Eulalia -asustados y con temor a que esta se
revelara en contra de los gobernantes- se la llevaron recluida a una pequeña
casa a las afueras de la ciudad, junto al río Albarregas. De esta
forma, la niña permanecería ajena a los peligros y las revueltas de la ciudad donde, sin duda, podría sufrir la pena de muerte si proclamaba su fe o fidelidad a Cristo.
Pero con lo que no contaron los padres es
que, la madrugada del 10 de diciembre del año 304 d.C, Eulalia decidiera abandonar
el refugio familiar para iniciar, con fuerza y sin miedo, un trayecto que la llevaría
hasta las mismas puertas de la ciudad. Antes de que los primeros rayos de sol
alcanzasen las piedras de foro, la joven se presentó ante los tribunales
y proclamó su amor y su deseo de estar con Dios: ningún
ídolo suplantaría jamás la divina imagen de Jesucristo...
Ante este escándalo, los verdugos se acercaron a ella y comenzaron a desgarrarle con fuerza sus
tiernos pechos, mientras los garfios y las puntas de los látigos golpeaban con tanta furia
su cuerpo que sus costados se abrieron de par en par, hasta la altura
del hueso. La niña, lejos de manifestar queja alguna, comenzó a
exclamar orgullosa alabanzas hacia Cristo: “He aquí que escriben tu
nombre en mi cuerpo…” y comenzó una retahíla de oraciones que nadie pudo parar.
Ni sus pequeños miembros desgarrados,
ni la suave piel hecha jirones, ni la cálida sangre que rezumaba por los poros
de su piel, impidieron que la niña se asustase y aceptase por fin adorar a
otros dioses… Ante esto, los verdugos le aplicaron último castigo: la pena de muerte.
Su larga y hermosa cabellera, que recubría
todo su cuerpecito martirizado, prendió en llamas cuando se acercaron
las antorchas del emperador. Eulalia, sabiendo que su momento había llegado al
fin, se inclinó y abrió la boca para absorber con fuerza una de las llamas que
se dirigían con fuerza hacia su cara y, al pronto, de la boca de la virgen salió
una paloma blanca que se elevó valerosa hacia el cielo… Era el alma pura y
virgen de la mártir que, por fin, emprendía su vuelo hacia Dios. Enseguida, comenzó a caer tal nevada sobre la ciudad y el foro de Mérida que, los allí presentes, observaron con asombro cómo las reliquias de la joven
mártir se cubrían con un finísimo velo blanco que protegía su virginidad.
Aquella mañana del 10 de diciembre del año 304 d.C., Santa Eulalia de Mérida por fin se reunía con Dios...
Aquella mañana del 10 de diciembre del año 304 d.C., Santa Eulalia de Mérida por fin se reunía con Dios...
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